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Eduardo Jordá
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Gafas de cerca
Cerca del barrio, que estaba bastante lejos de todo menos de sí mismo, las palomas venían a comer a la vecina zona de dársenas desde los arrozales y trigales. O desde el parque, donde eran todas blancas y había un numero fijo y discontinuo de ellas, con vendedoras que tenían su puesto de arvejones a modo de superviviente concesión municipal. Que, de niño, te hicieran tus padres fotos cargado de pájaros níveos, tú con la manita llena de perdigones, podía ser un momento indeseable, del que salías arañado y picoteado en el cogote, sobre todo en días de cría o de poco visitante. Bebíamos, niños y palomas, en el mismo chorrito de una fuente. El puerto fluvial les daba también de comer con el grano que los camiones dejaban caer en las vías de acceso. El tráfico y la estanqueidad de las bateas liquidaron su maná. El afán aséptico hizo lo propio en los parques. Aquellas fotos de los niños hechos asustados arbustos colombinos ya no se hacen.
Ahora las palomas son llamadas ratas del aire. En las poblaciones costeras y portuarias, las gaviotas han pasado a pluriemplearse como carroñeras y depredadoras, tras ser líricos seres a los que Richard Bach dedicó una fábula sobre el aprendizaje y el vuelo en la vida. y Neil Diamond un pasteloso disco, llamado ‘Juan Salvador Gaviota’ como la novela de Bach. En plazas otrora pesqueras, y ya también en otras localidades más interiores, pueden verse al amanecer carcasas de palomas dejadas en los huesos por las gaviotas. Hace siglos, algunos simios bajaron de los árboles, menguantes, a cazar en la sabana. Por pura necesidad, fueron cambiando la estructura de sus manos para hacerlas prensiles y poder esgrimir armas. Y comieron carne. No hay que avergonzarse por descender del “mono”, aunque uno es libre de defender que la Tierra es plana. Hoy, palomas, gaviotas y pajarracos importados son también omnívoros; y blancos buitres, a unas malas.
En Atenas o el Peloponeso apenas se ven en las calles esas aves de ciudad; tampoco roedores. Aventuro el porqué: los gatos, grandes depredadores urbanos y rurales, campan allí a sus anchas, respetados por los propios y por los turistas, quizá tumbados, como faraones o patricios, sobre la tumba de Platón, o enseñoreados imperialmente en las cercadas excavaciones, algunas atravesadas por vías del tren. Resulta tentador hacer una traslación de todo esto a la inexorable migración humana contemporánea. Podemos creerla sacra evolución natural, o bien invasión amenazante. Entre un extremo y otro, la sensatez.
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